La última tragedia en el mar Mediterráneo (79 personas fallecidas, 104 supervivientes y casi 500 desparecidas) se produce en un momento en que Europa negocia un acuerdo común que pone hasta precio a las personas que rechacemos

El pasado miércoles, un barco pesquero con unos 750 migrantes a bordo se hundió frente a las costas de Grecia. Había partido de Libia, un país que lamentablemente lleva años sumido en el caos y la violencia, y se dirigía a Italia siguiendo la ruta del Mediterráneo central, la más concurrida del fenómeno migratorio hacia Europa continental y, junto a la conocida como la ruta canaria, las más peligrosas y mortíferas de todo el mundo.

El relato alrededor de lo que pasó con esta embarcación, un buque viejo y desvencijado, lo que aquí en Canarias hace ya unos cuantos años denominamos ‘buque chatarra’, es una historia de terror. De terror y de inhumanidad. Una activista italiana, Nawal Sufi, recibió la llamada de auxilio de uno de los pasajeros: el patrón del barco los había abandonado en mar abierto. Estaban sin agua, con seis cadáveres a bordo y sin saber dónde estaban. Esta activista alertó a las autoridades griegas, a Frontex y a Acnur, pero el rescate… llegó demasiado tarde. También es chocante el hecho de que fuese un yate de superlujo el que realizase la primera acción de salvamento. Las fotografías contrapuestas de la embarcación de un multimillonario y del barco que se hundió constituyen la mejor expresión gráfica de la brecha del desarrollo que vivimos en este mundo.

Hasta el momento de escribir este artículo, se habían recuperado 79 cadáveres y 104 supervivientes, en estado de shock. Entre ellos hay sirios, egipcios, paquistaníes, afganos y palestinos, que buscan un lugar seguro en el que vivir. En el barco había un centenar de niños y niñas… y ninguno de los supervivientes fueron niños o niñas.

Es, de nuevo, el horror. La peor tragedia migratoria en la mar desde el año 2015. No hay palabras para describir lo que uno siente cuando lee informaciones que apuntan a que el barco estuvo monitoreado por las autoridades griegas y que se podría haber evitado esta tragedia activando una operación de rescate. Según los datos de Frontex, la ruta del Mediterráneo central ha cuadriplicado el número de llegadas irregulares desde principios de año, alcanzando más de 42.000 personas.

La primera pregunta que me ha surgido hoy es ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo vamos a tener que aguantar naufragio tras naufragio, con la sensación de que podemos convivir con la muerte de más de 600 seres humanos sin que movamos un dedo más allá de unas ‘lágrimas de cocodrilo’ mostradas a través de un tuit o un comunicado de prensa?

Personalmente, les confesaré que la lectura de las diversas informaciones que han surgido tras este naufragio ha sido la gota que colmó el vaso, ya lleno tras varios días procesando lo que está ocurriendo en Europa, a nivel político.

Hace unos días, la Comisión Europea reactivó su propuesta de Nuevo Pacto de Migraciones y Asilo, con el que pretendía dar un nuevo comienzo a la política migratoria europea tras los fracasos evidenciados desde 2015. Sin embargo, lejos de ofrecer una solución basada en la solidaridad y la responsabilidad compartida, el pacto se centra en medidas para forzar el retorno y profundizar en la externalización de fronteras.

La propuesta se articula en torno a cinco ejes: procedimiento acelerado en frontera, solidaridad a la carta, externalización y retornos, control de fronteras y vías legales y seguras condicionadas. Cada uno de estos ejes plantea serios problemas desde el punto de vista de los derechos humanos. Por ejemplo, el procedimiento acelerado en frontera supone una discriminación por nacionalidad y una merma en las garantías del derecho de asilo. Las vías legales y seguras se condicionan a la captación de talento desde países empobrecidos, lo que implica una visión utilitarista de la migración (el fomento a la fuga de cerebros, totalmente contrario a la necesidad de invertir en el desarrollo local como receta principal al freno de la inmigración).

Pero quizás el aspecto más controvertido sea el de la solidaridad a la carta, el que introduce el concepto de la ‘reubicación’. Esta medida permite a los Estados miembros elegir entre reubicar a las personas solicitantes de asilo desde los países de primera entrada o ‘patrocinar’ sus retornos a terceros países mediante apoyo técnico o económico. Hasta existe un precio: 20.000 euros por persona que no se acoja.

Esta opción choca frontalmente con la esencia del Pacto de Migraciones de la ONU, que aboga por una cooperación internacional basada en el respeto a los derechos humanos y el principio de no devolución. Este acuerdo, obviamente, disgusta profundamente a las organizaciones que trabajan por los refugiados, pero en el otro extremo también ha indignado a los países más a la derecha de Europa, como Hungría o Polonia, que directamente se oponen a pagar por algo que ya de facto hacen a diario: rechazar cualquier refugiado.

Ante este panorama, tengo más preguntas: ¿De verdad le estamos poniendo precio a un ser humano, al coste que tiene limpiar nuestra conciencia para devolver a alguien a un país en conflicto o de una situación de la que huye para salvar su vida y tratar de ayudar a las de su entorno? ¿Es esta la Europa que queremos construir, una Europa que se cierra al mundo y que renuncia a sus valores fundacionales? ¿O es posible todavía revertir esta situación y apostar por una política migratoria basada en la solidaridad real y efectiva, que reconozca la dignidad y los derechos de todas las personas que buscan un futuro mejor en nuestro continente?

Hay un aspecto en toda esta situación, y que vincula estos dos hechos de los que hoy escribo: en ningún momento está sobre la mesa la necesidad de incrementar los medios de rescate y salvamento, de procurar que realmente Europa se dote de un cuerpo para evitar tantas muertes innecesarias. He escrito y reclamado esto en diversas ocasiones, tanto en artículos de opinión como en una monografía sobre el fenómeno migratorio que escribí hace unos años: ¿Por qué Europa no se une para disponer de un Servicio Europeo de Salvamento en la mar? ¿Qué fue de ese Eurosur, un objetivo de coordinación conjunta de la que la UE hablaba ya en 2013?

Otra pregunta: ¿De verdad hemos alcanzado un punto donde hacer lo correcto, que es salvar vidas en la mar, tiene un precio político? Es decir, rescatar a esas personas para evitar que mueran en condiciones totalmente inhumanas… ¿de verdad que hacer eso le resta votos al que lo haga?

Mi sensación, lamentablemente, es que la Unión Europea ya ha interiorizado que será imposible alcanzar un acuerdo justo y solidario con los países del sur, los que como España, Grecia o Italia son países receptores, en la línea de la aspiración que la presidenta Von der Leyen anunció al inicio de su mandato.

Pero lo más grave es que esa sensación se convierte en indignación cuando constatamos, a tenor de las informaciones que estamos viendo, que no solo están renunciando a la posibilidad de un acuerdo, sino que parece que renuncien también a la posibilidad de salvar vidas.

Verán que hoy, con la tragedia de Grecia en la cabeza, me he resistido a hablar de Canarias, pese a que este mes de junio sumemos ya casi 1.500 seres humanos llegados en 27 lanchas neumáticas, pateras o cayucos (cayucos de nuevo, lo que indica que parten embarcaciones de nuevo de Gambia y Senegal). Hace unos días, un mercante socorrió una embarcación salvando in extremis la vida de varias personas. Y la consiguiente pregunta: ¿Algún día el Archipiélago dispondrá de un sistema de vigilancia satelital que permita mejorar su capacidad de salvamento de vidas en el mar?

Y ya termino, por hoy, con dos últimas preguntas: ¿Alguien en la Unión Europea piensa que la sucesión de naufragios puede tener algún efecto disuasor en los que esperan su momento para intentar la travesía? ¿Cuándo nos meteremos en la cabeza el carácter estructural que tiene este fenómeno, que va a seguir y que va a crecer, por cuestiones no solo vinculadas al conflicto (Sudán, Sahel, Etiopía…) o por la desigualdad de la enorme brecha de desarrollo, todo agravado por el cambio climático.

Tristemente, todas estas son preguntas de fácil respuesta, pero que nadie que tiene el poder de cambiar las cosas se atreve o quiere responder.

José Segura Clavell

Director general de Casa África